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Produktdetails

Verlag
IberiaLiteratura
Erschienen
2015
Sprache
Espanol
Seiten
1418
Infos
1418 Seiten
ISBN
978-3-95928-108-9

Kurztext / Annotation

Ebook con un sumario dinámico y detallado: William Wilkie Collins (Londres, 8 de enero de 1824 - ib., 23 de septiembre de 1889) fue un novelista, dramaturgo y autor de relatos cortos inglés. Fue muy popular en su tiempo, dejando escritas 27 novelas, más de 60 relatos cortos, al menos 14 obras de teatro y más de 100 obras de no ficción. Es considerado uno de los creadores del género de novela policíaca, a través de una narrativa caracterizada por la atmósfera de misterio y fantasía, el suspense melodramático y el relato minucioso. Sus obras más conocidas son La dama de blanco (1860), Armadale (1866) y La piedra lunar (1868).

Textauszug

3


El día había sido caluroso en extremo, y al llegar la noche continuaba el bochorno y la pesadez de la atmósfera.

Mi madre y mi hermana habían pronunciado tantas palabras de despedida y tantas veces me habían pedido esperar cinco minutos más que casi era ya medianoche cuando el criado cerró tras de mí la verja del jardín. Anduve algunos pasos por el atajo que me llevaba a Londres, pero luego me detuve vacilando.

En el cielo sin estrellas brillaba la luna, y en su misteriosa luz el quebrado suelo del páramo aparecía como una región salvaje, a miles de millas de la gran ciudad que yo contemplaba a mis pies. La idea de sumergirme en seguida en el bochorno y la oscuridad de Londres me repelía. La perspectiva de ir a dormir a mis habitaciones sin aire, se me antojaba, agitado como estaba en mi espíritu y cuerpo, idéntica a la de sofocarme poco a poco. Me decidí, pues, por el aire más puro, escogiendo el camino más desviado posible para pasear por blanquecinos senderos aireados por el viento a través del desierto páramo y llegar a Londres por los suburbios, tomando la carretera de Finchley y así regresar a casa con el fresco de la madrugada por la parte occidental de Regent's Park.

Seguí caminando lentamente por el páramo, gozando de la divina quietud del paisaje y admirando el suave juego de luz y sombra que reverberaba sobre el agrietado terreno a ambos lados del camino. En toda esta primera y más bella parte de mi paseo nocturno, mi pasiva mente recibía las impresiones que la vista le proporcionaba; apenas si pensaba en algo, y de hecho lo que experimentaba en aquellos momentos no dejaba lugar a pensamientos algunos.

Pero cuando dejé el páramo para seguir por la carretera, donde había menos que admirar, las ideas que el próximo cambio en mis costumbres y ocupaciones había despertado, fueron acaparando toda mi atención. Al llegar al fin de la carretera estaba completamente absorto en mis visiones fantasmagóricas de Limmeridge, del señor Fairlie y de las dos señoritas cuya educación artística iba a estar muy pronto en mis manos.

Llegué en mi caminata al lugar donde se cruzaban cuatro caminos: el de Hampstead, por el cual había venido; la carretera de Finchley; la de West-End y el camino que llevaba a Londres. Seguí mecánicamente este último y avanzaba fantaseando perezosamente sobre cómo serían las señoritas de Cumberland, cuando pronto se me heló la sangre en las venas al sentir que una mano se posaba sobre mi hombro. Tan ligera como inesperadamente.

Me volví bruscamente apretando con mis dedos el puño de mi bastón.

Allí, en medio del camino ancho y tranquilo, allí, como si hubiera brotado de la tierra o hubiese caído del cielo en aquel preciso instante, se erguía la figura de una solitaria mujer envuelta en vestiduras blancas; inclinaba su cara hacia la mía en una interrogación grave mientras su mano señalaba las oscuras nubes sobre Londres, así la vi cuando me volví hacia ella.

Estaba demasiado sorprendido, por lo repentino de aquella extraordinaria aparición que surgió ante mi vista en medio de la oscuridad de la noche y en aquellos lugares desiertos, para preguntarle lo que deseaba. La extraña mujer habló primero:

-¿Es este el camino para ir a Londres? -dijo.

La miré fijamente al oír aquella singular pregunta. Era ya muy cerca de la una. Todo lo que pude distinguir a la luz de la luna fue un rostro pálido y joven, demacrado y anguloso en los trazos de las mejillas y la barbilla; unos ojos grandes, serios, de mirada atenta y angustiosa, labios nerviosos e imprecisos cabellos de un rubio pálido con reflejos de oro oscuro. En su actitud no había nada salvaje ni inmodesto, expresaba serenidad y dominio de sí misma, se notaba un aire melancólico y como temeroso; su porte no era precisamente el de una señora, pero tampoco el de las más humildes de la sociedad. Su voz, aunque la había oído poco, tenía flexiones extrañamente

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